Villa El Salvador, Lima - Perú
 
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Jacinto
Su llegada a Perú (1973)

En 1971 terminaba yo mi servicio con los hermanos estudiantes, en Toulouse, y volví a “mi” región de Chile. Allí volví a encontrar a Gérard Guiet, regional en aquella época. Dos meses después, me pidió que fuese a la fraternidad de Lima, donde Juan Saphores estaba solo. Diez años antes, yo ya había vivido allí un año, a petición de Juan; así pues acepté y en octubre, me encontraba con Juan en Lima, en la fraternidad del “Dos de Mayo”, al norte de la ciudad, no lejos de la zona industrial.

En el transcurso del año siguiente, tuve la ocasión de conocer Villa El Salvador, de la que ya se hablaba un poco en ese momento, en la periferia sur de Lima: una nueva “invasión” en el desierto que rodea la ciudad. Unos meses más tarde, Gérard pasó unos días en Lima. Yo aproveché ese momento para hablarle de lo que lentamente había madurado en mí: la impresión de que podría ser oportuno tener una presencia diferente de la fraternidad, más abierta al compartir de la vida concreta de la gente, pobres, por supuesto, y que, teniendo en cuenta la evolución de la ciudad, yo vería muy posible que fuésemos a Villa El Salvador, que comenzaba entonces. Gérard me escuchó y rápidamente, me dio su acuerdo en principio, pero me mostró al mismo tiempo, la imposibilidad en ese momento para una cosa así: haría falta un hermano más y en nuestra región aún débil, no lo había. En cuanto a Juan, no era conveniente que se le pidiese lanzarse en una aventura así. Ciertamente se le podía pedir de seguir solo en “su” fraternidad y que algo nuevo empezase en otro sitio, pero para ello haría falta al menos un hermano para acompañarme. Ahora bien, no había postulantes peruanos a la vista y la región apenas subsistía; finalmente, me dijo, que escribiría a Europa para ver las posibilidades futuras. Un poco más tarde Gérad me escribía: “¡Buenas noticias! Jacinto podrá venir a finales de 1973; espérale y no empieces sin él”. Gérard también habló de esta perspectiva a Juan y obtuvo su acuerdo, lo que era importante. Juan en efecto había empezado la región, en Chile primero, y seguidamente la había ampliado a Perú. Tenía la preocupación de empezar con solidez las fraternidades de la región, y él insistía mucho sobre el aspecto contemplativo de nuestra vida, con sus tiempos regulares de oración que él constantemente nos aconsejaba. El aspecto del compartir de vida con la gente estaba considerado ante todo desde el punto de vista del trabajo.

A pesar de eso, Juan era consciente de las limitaciones de su experiencia y tenía preocupación por dejar sitio a los jóvenes; nuestras relaciones eran buenas, y él confiaba en mí, a menudo más de lo que yo merecía. Pero captar el interés que él podría tener en ir al otro lado de la ciudad, lejos de la antigua zona industrial, con desplazamientos largos diarios, era pedirle mucho y no era evidente.

En el contexto de esta evolución, y sin conocer aún los antecedentes, pues Jacinto era todavía un desconocido, tanto para Juan como para mí, y que llegase al Perú, en la época en que acababa de tener lugar el terrible golpe de Estado de Pinochet en Chile. Al llegar a Lima, él empieza por pasar unos más tranquilos con Juan. Por mi parte, yo había tenido el tiempo de informarme sobre la manera de obtener un terreno en Villa El Salvador, de hacer gestiones para ello, obtenerlo y ocuparlo viviendo allí sólo de manera provisional. Además, es cierto que ese tiempo prioritario, dejando a Jacinto y a Juan solos para conocerse un poco, fue bien recibido, en primer lugar por ellos dos, aunque también para los contactos mutuos después y para la consolidación de nuestra nueva fraternidad. Jacinto que había vivido esos últimos tiempos con el “gran Do” estaba dispuesto a compartir con Juan la autenticidad de su vida contemplativa al mismo tiempo y sin quererla reducir en nada bajo el pretexto de compartir la vida con gente sencilla, en seguimiento de Jesús. Este intercambio se expresaba entre ellos con realismo, más que en la vida concreta que con grandes discursos. La conclusión de este compartir era simple y sólido como la vida que lo había alimentado: una confianza y estima mutua que no debería fallar nunca más, sino que permitiría construir el futuro, a pesar de las dificultades que pudiese surgir ocasionalmente.

Seguidamente Jacinto vino conmigo a Villa El Salvador muy pronto; diciembre ya estaba avanzado, pero en conjunto le encantó la acogida de la gente que daba una nota de humanidad en ese marco desértico. Rápidamente nos pusimos de acuerdo sobre la manera de construir nuestra casa. Las pocas economías que pude hacer en los últimos meses nos aseguraban una pequeña base para empezar; en mi fábrica, yo había podido igualmente programar a tiempo algunas semanas de vacaciones para poder acompañar a Jacinto en la construcción de nuestro hogar.

Tuvimos que empezar por ponernos de acuerdo con los vecinos para hacer venir al topógrafo municipal a fin de rectificar la calle y delimitar correctamente el terreno de cada uno; al precisarse estas bases, pudimos, al igual que ellos, construir una casa “de esteras”, bien tensadas sobre una base de maderas. Esta casa tenía muros derechos que seguidamente pudimos enlucir para darle consistencia y resistencia. Después de más de 30 años de existencia, aún sigue con vida, gracias a esta manera de hacer que me había enseñado un camarada de trabajo, y de la cual Jacinto se convirtió en un maestro reputado y admirado. Pero tras estas anécdotas, lo importante era que, al filo de los días, trabajando así, con los materiales y los medios de todos, se tejían espontáneamente lazos con los vecinos, a partir de cosas concretas y necesidades cotidianas: lazos que se multiplicaban al filo de los días y los años. Cuando nuestra casa estuvo lista, empezamos a vivir en ella retomando el ritmo de trabajo al exterior: por mi parte en el norte de la ciudad, mientras que Jacinto encontraba un empleo en la parte sur. En el barrio ya se habían cimentado bien nuestras relaciones y solamente tenían que ser alimentadas en la vida cotidiana; el desarrollo de Villa El Salvador y su organización, además de la vida cotidiana, no dejaban de proporcionarnos la ocasión, por medio de miles trabajos comunitarios; toda aquella experiencia de trabajo en el barrio ayudaba a Jacinto a tejer esos lazos en el trabajo también. Mientras que yo admiraba cómo ese bretón se convertía fácilmente en peruano, el compartir diario de la vida con él me enseñaba también en particular, cómo esos lazos recibían misteriosamente fuerza de vida en la capilla. Jacinto unía esos dos aspectos de nuestra vida simplemente y sin discursos, pero con una profundidad sorprendente.

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Benito Cassiers

Junio 2007
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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